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del amor eterno a la heroica

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8 de Junio, 2019.

Soy hija adoptiva del acordeón y de la gaita dulce. Basta escuchar la primera nota de un vallenato para rememorar aquellas tardes a la orilla del mar de la costa Caribe, rinconcito que me acogió durante un par de años en mi recorrido por el país tricolor.

Le guardo especial cariño a La Heroica, con su gente valiente y acogedora, y esas calles que alguna vez fueron azoradas por la violencia de una guerra independentista retratan una historia que niega a irse. Allí aún habitan esos fantasmas. Puedo sentirlos cada vez que taconeo sobre los desgastados adoquines y levanto mi vista hacia los abandonados balcones del centro histórico, tan coloridos pero lúgubres, quizás porque su belleza se ve eclipsada por la dolorosa realidad de una tierra olvidada.

El abuelo de Laura se había desempeñado como cochero en Cartagena durante su juventud por allá en los años cincuenta. A bordo en su caballo Colorado, un Pura Sangre de esos como pocos se ven en la ciudad amurallada, le narraba a los turistas acerca de los particulares nombres de cada calle —como la llamada Tripita y Media, la Tumbamuertos o la Inquisición—, y de esta manera se hacía de unos cuantos pesos para llevar a casa pues su orgullo le prohibía moralmente buscarse un trabajo como empleado de alguna empresa y aspirar a un mejor sueldo. Siempre prefirió su dignidad por encima del dinero. En uno de esos ires y venires conoció a Doña Ana, una paisa de Jericó con quien, años después, se fue a vivir para conformar una familia.

Escuché este relato una y otra vez por parte de Don Ramiro y sus anécdotas fueron la inspiración para que, años después, tomara un avión a Cartagena con el anhelo de conocer la popular ciudad turística. Fui de la mano de Laura. Ella conocía la tierrita mejor que nadie, pues allí solían pasarse las vacaciones familiares desde que tenía memoria. Siempre envidié a Laura porque ella conocía sus orígenes, sabía quiénes eran sus abuelos maternos y paternos, iba a las fiestas de cumpleaños de todos sus primos y a los asados de sus tíos. Por mi parte solo era yo, con la frialdad de mi padre y el desinterés de mi madre.

La primera vez que sentí que no estaba sola en el mundo fue durante mi última noche en Cartagena. Laura insistió en ir juntas a La torre del Reloj, ubicada entre la plaza de La Independencia y Los Coches. Su estructura colonial le abría las puertas a la ciudad histórica, y se consagraba como el inicio de la fortificación que, durante la época de la conquista, protegía al reino español de los ataques externos. En los pasadizos de la torre comimos dulces típicos: desde bolas azucaradas de tamarindo, hasta alegrías, cocadas y caballitos.

Yo estaba encantada.

Las palenqueras —mujeres de San Basilio de Palenque, primer pueblo de cimarrones libres—caminaban de un lado a otro con su palangana de frutas y delicias en la cabeza, sus faldas de festivos estampados danzando con la furia del viento te invitaban a bailar al ritmo de los tambores, la gaita y el acordeón del grupo musical que nos deleitó con piezas en vivo.

Entre el mar de gente, Laura fue la primera en abrirse camino en la multitud de la comparsa para bailar. Yo estaba avergonzada, sonrojada hasta la médula, pero mi presencia parecía no importarle a nadie: al ritmo de cumbia, vallenato y mapalé, la noche se hizo una fiesta. Poco a poco mi cuerpo reaccionó a cada nota, y allí estaba yo, riendo y aplaudiendo, diluyéndome entre la música y olvidando mis prejuicios y mis miedos.

Es inevitable vivir en el pasado cuando los recuerdos son más dulces que el presente, cuando hubo un ayer en el que fui amada, donde a mi alma desnuda no le daba frío, y las carcajadas de Laura llenaban cada uno de mis silencios hasta hacerme olvidar la tormenta de mis pensamientos. ¿Cómo podría arrancarme esta parte de mi vida? Si ahora vivo en la hostilidad de cuatro frías paredes, y a mi boca reseca solo la amarga el sabor del cigarro y su ardor en mi garganta.

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