見出し画像

yo a ella la quería


1 de junio, 2015.

Laura me robó un beso y me condenó al infierno.

A Laura la conocí en Jericó, un pueblito antioqueño a buen resguardo de la cordillera de Los Andes, destacado por la pintoresca arquitectura colonial de sus casitas, el estilo gótico de las iglesias y sus perpetuas tradiciones ortodoxas.

La primera noche que anduve por las calles del vetusto municipio paisa se alojó en mí una melancolía inexplicable, que quise atribuir al hecho de que echaba de menos la comodidad de mi vida en Seúl, acostumbrada al caos capitalino, a la rigidez de su gente, y las normas que hay que seguir a rajatabla.

En Jericó las carcajadas se escuchaban desde cada balcón, donde las familias se reunían los fines de semana con vallenato en los parlantes, una buena comelona con los vecinos y un atardecer conversando sobre la banca de cualquier parque tan pronto los rayos del sol pasaban de la inclemencia a la gentileza.

Pero a mis quince años, con la creciente soberbia adolescente y sin una palabra de español en mi vocabulario, apreciar la fortuna de esos placeres era difícil.

Los negocios de mi familia nos hicieron tomar un avión hasta Medellín, donde iniciaría la temporada escolar el año entrante mientras conseguía adaptarme a la nueva cultura. Quise castigar a mis padres por la decisión de arrebatarme de mi hogar con mi desobediencia, con mis berrinche y mis actitudes de nena malcriada. Fue así como llegué a Jericó, en respuesta a mis caprichos, porque el <retiro espiritual> durante las vacaciones de verano iba a ser suficiente escarmiento para mí. ¿Qué jovencita iba a querer, de todos modos, pasar varias semanas en un pueblito católico sin amigos, sin conocimiento del idioma y sin lugar a dónde ir? ¿Qué diversión podría encontrar allí?

—Me da dos mil de pan, por favor.

Esa fue la frase más importante que aprendí durante los primeros días. Orgullosa de mi hazaña, todas las mañanas a las seis en punto hacía fila en la panadería más popular del vecindario para llevarme los calientes panecillos de queso y mantequilla. Sin embargo, tenía por contrincante a todas esas ancianas que a las cinco y cuarenta y cinco ya estaban con sus canastos de fiambre aguardando frente al horno por la salida de la primera orden.

Y allí estaba Laura, sonriéndome desde la puerta de la panadería, con sus rulos negros cayéndole por la espalda y las mejillas sonrojadas. Por tercer día consecutivo, cuando llegaba mi turno de ser atendida, esos benditos panes se habían agotado, más Laura ya tenía una bolsa con mi pedido lista para mí. Me la entregaba en silencio y yo le daba las monedas a cambio, un <gracias> muy bajito y salía corriendo con el corazón bombeando frenético hasta el punto de sentirlo latir en mi garganta.

Durante la mañana de mi primer viernes en Jericó, supe que era la hija de los panaderos, que estudiaba en un colegio de monjas y su sueño era irse a vivir a Medellín a bailar ballet. Todo esto me lo explicó en inglés a través de la aplicación de traducción de su celular, al tiempo que me entregaba el paquete con dos mil de pan, "la ñapa" de cortesía, y un papel con su número de contacto argumentando que quería ser mi amiga.

Yo fui la más feliz. Laura sería mi primera amiga desde mi partida de Seúl.

Han pasado casi diez años desde que la conocí, y no ha habido boca que haya podido arrancarme la miel de Laura, ni otros recuerdos anclados a mi retina como la forma en la que desde el valle avistaba la silueta a brazos abiertos del Cristo redentor que nos juzgaba ante el pecado de amarnos.

この記事が気に入ったらサポートをしてみませんか?